lunes, 13 de abril de 2015


 I 

La bombilla del pasillo nunca se encendía a la primera, tal vez tampoco a la segunda, era una de esas situaciones en la que inconscientemente, por naturaleza humana te ves obligado a golpear las cosas, y esa suerte tuvo aquel pequeño interruptor que ni era amarillo ni blanco, era de un tono intermedio que mi tía Amparo sabría establecer, pero que yo definiré llanamente como añoso. 

Siempre olía a tabaco en ese pasillo. A mí tío le gustaba mecerse en un destartalado sillón y figurarse navegar en una especie de submarino, entre olas de humo, y ninguna ventana abierta. No creas, no me desagradaba el olor a tabaco.

Mi tío era uno de esos hombres cuyo aliento apestaba a whisky barato, pero que mirabas con aprecio, como si su aura carismática embriagara (paradójicamente) a todo aquel que se cruzase por su camino, y encandilados olvidaran que era un pacífico borracho.

Y como buen borracho; hay que ver qué bien escribía. Tenía una sutileza que parecía haber sido fruto de los más descabellados deseos de ese ente paternal del que tanto hablan los libros. Aunque sería un obsequio irracional, ilógico, la más monumental insensatez.

¿Quién concedería tal ofrenda, a un prójimo ateo?