tenía un ventanal de madera en mi cuarto, tres láminas, de cristal y madera blanca.
entraba el frío, de día y de noche, el sol sólo calentaba de 12:00 a 14:30, a esa hora nunca estaba en casa, pero dejaba las plantas cerca del ventanal.
frente a mi ventanal ocho líneas de ventanas no exactas, de más de cuatro personas por casa, familias o estudiantes, y aún no sé cuántos ojos me han visto revolotear desnuda por casa, porque me niego a correr las cortinas, partiendo de la base de que esta expresión ya de por sí debería prohibirse, por incongruente y mala, mala de cojones.
4 azulejos del suelo se congelaban del frío, y por ellos nunca pasaba la calefacción central de este viejo edificio, que seguirá siendo viejo, incluso más!, cuando deje yo de vivirlo. la calefacción no tenía gran sentido, nunca entendí sus horarios, supongo que era como las horas de calor del sol que llegaban al ventanal, yo nunca estaba, con la calefacción pasaba lo mismo, empezaba de 18:00 a 20:00 y atento, aquí paraba, y volvía a la vida a las 4:00 hasta las 6:30, y era magnífico porque me despertaba un día sí y otro (no podría decir que otro también porque, mentiría, alternaban los ruidos hoy sí, mañana no, pasado tampoco, y el siguiente sí, pero el que le sigue pues también), no tenía un orden lógico temporal, carecía de horario el calefactor revolucionario, que sonaba con un martillo golpeando metal, acero y toda la cubertería del puñetero mundo, juntos, sí juntos, y no, no es que durara un minuto, se prolongaba hasta ocho, ocho minutos con tenedores sonando, sueño con echarlo de menos, cuando deje yo de vivirlo.
pero la mejor calefacción, la indudable, y también nada silenciosa, su espalda, esa noche acerqué mi mejilla a su espalda, y me destapé los pies.